Cuidar la vida

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Abel Barrera, director del 

Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan

Como miembro de la Iglesia tengo como misión atender pastoralmente a la gente. Como sacerdotes que atendemos las parroquias, convivimos con los feligreses, caminamos con ellos en los lugares más recónditos. Siempre nos reciben con los brazos abiertos esperando una palabra de consuelo. En este caminar nos cruzamos con mucha gente, la saludamos y nos integramos a su vida comunitaria. En las reuniones que tenemos nos platican los problemas que enfrentan. Son situaciones graves, muy complicadas. Hay madres de familia que se acercan en privado para pedir nuestro apoyo porque a su hijo lo han desaparecido. También me visitan familias que piden la bendición porque ya no pueden estar seguros en su comunidad. Se ven obligadas a desplazarse y esconderse en otros lugares porque temen ser desaparecidos o asesinados.

A lo largo de seis años he aprendido mucho de la gente, sobre todo de la que sufre y no encuentra salida a sus problemas. Estando en sus casas me cercioro de las grandes carencias que padecen. Son familias muy pobres pero muy generosas. En todo momento te reciben y te comparten lo que tienen. Es una dicha ser parte de la comunidad y sentir el cariño de la gente. Invariablemente buscan que, como visitante, esté cómodo y seguro porque para ellos es la mejor manera de expresar la amistad y el cariño. En sus fiestas religiosas toda la gente se esmera para recibir a los peregrinos. Prepara comida para todos, hay música, cohetes, castillos, bailes. La alegría se desborda. Es increíble ver cuánta energía y felicidad hay a pesar de tantas penurias y tragedias.

En las fiestas patronales, además de las ceremonias religiosas como las misas, los bautizos, bodas y confirmaciones, también la autoridad comunitaria se organiza para recibir a visitantes distinguidos, hay deportes, corridas de toros, bailes y comida. Me ha tocado estar en la mesa de los invitados de honor y en algunas ocasiones me han sentado con el jefe de la plaza que, a decir de la gente, también es una autoridad porque ayuda al pueblo y se encarga de brindar seguridad. Es en estos eventos cuando uno se encuentra con los líderes de los grupos delincuenciales. Las circunstancias propician estos acercamientos. La misma gente se encarga de presentarlos. Son muy conocidos, son los compadres más queridos. Llegan para convivir en grande con la gente. Apoyan casi con todo. En esos días hay abundancia de comida y de bebida.

Solo en los recorridos y con la presencia diaria en las comunidades, uno se da cuenta que estos señores tienen gente que los apoya, sobre todo en los territorios bajo su control. Son los amos y señores de la región. Las familias quedan supeditadas a sus órdenes, no tienen otra alternativa que alinearse para no meterse en problemas. Por estos rumbos muy poco andan las autoridades, no están presentes en momentos importantes que celebra la comunidad. Más bien, esperan que la gente vaya a ver a los presidentes a sus palacios municipales y que allá les hagan los honores. Como es común que no los encuentren en sus oficinas, la población ha dejado de acudir con ellos. Prefiere mejor acercarse al jefe de la plaza. Con él tienen respuestas inmediatas y efectivas. No le rehúyen a la gente ni se andan con rodeos.

La situación se complica cuando otro grupo de la delincuencia llega para disputar el territorio. Es cuando todo cambia: la población es blanco de ataques, irrumpe gente armada, entra a las casas, asesina a los que se atraviesan a su paso, somete a quienes se refugian en sus domicilios y saquea lo que encuentra. Ante estas tragedias, como Iglesia no podemos ser indiferentes, estamos obligados a brindar apoyo a la población indefensa. Como sacerdotes, no podemos desligarnos de una realidad que nos interpela. Por eso muchos párrocos están preocupados por todo lo que está pasando en nuestras cuatro diócesis. Cada sacerdote es testigo de los crímenes que se cometen contra gente inocente. Es un sentimiento de impotencia porque no hay forma de brindar una ayuda efectiva. Además de pedirle a Dios que nos ilumine y proteja a la feligresía, tenemos que ver, como iglesia, otras formas que ayuden a apaciguar la confrontación armada.

El párroco de Tlacotepec nos compartió su preocupación por el gran número de familias desplazadas. Varias llegaban a la parroquia a pedir auxilio y a pedir refugio. Las treinta comunidades que atiende la parroquia enfrentan el grave problema de la violencia. Como Iglesia local no tenemos posibilidades de incidir en la región para evitar mayor derramamiento de sangre. Lo que hicimos fue organizar un conversatorio en la parroquia de Tlacotepec sobre la paz y la reconciliación. Acudieron varias autoridades comunitarias, catequistas y gente interesada en el tema. Fue una gran oportunidad para abordar desde la fe los problemas que enfrenta la región. Se notaba el interés de la gente, pero también se percibía su angustia, miedo y desesperación. La presencia de la población y el interés que despertó el conversatorio, ayudó a que la parroquia fuera un espacio de escucha entre las comunidades y las familias.

Fue en esta ocasión cuando una persona de la cabecera municipal me comunicó que el señor Onésimo quería hablar conmigo. Nos encontramos y ahí reconoció el trabajo que como iglesia estamos haciendo con la gente. Entendió que nuestro acompañamiento es con la gente que sufre, que busca a sus hijos y que, como sacerdotes, queremos que los problemas no se solucionen con las armas sino con el diálogo. Este encuentro fortuito se dio en un contexto en el que las autoridades del estado están ausentes de los conflictos. No escuchan el clamor de las familias abandonadas y dejan que la violencia se transforme en la norma para dirimir disputas territoriales y para ajustar cuentas.

Lo prioritario para la Iglesia es que se pare la confrontación armada porque todo lo destruye y nada se resuelve. La violencia engendra violencia y nos arrastra a un torbellino de sangre que nadie es capaz de contener. Ante los recientes hechos de violencia en Chilpancingo, era necesario hacer algo para detener esta vorágine y encontrar los canales apropiados para atemperar los ánimos. Tuve la oportunidad de tener una plática con el señor Celso. En ese encuentro, hice llegar el interés que había por parte del señor Onésimo de dialogar sobre este conflicto. Mostró disposición para establecer comunicación. Vislumbré una pequeña luz en medio de esta oscuridad. La mediación dio resultados cuando se materializó la llamada entre Onésimo y Celso, el martes 13 de febrero. Hasta ahí llegó nuestra intervención: tender un puente para el cruce de palabras y el establecimiento de acuerdos que solo ellos decidieron pactar. No hubo más señales que la buena noticia de que esa misma tarde empezaron a circular los vehículos de transporte público en la capital del estado. El silencio que imperaba en la ciudad cedió al bullicio de los transeúntes y al ruido de los carros.  Solo el decanato de Chilpancingo dio a conocer, en un escueto comunicado, esta buena noticia. Por su parte, el obispo José de Jesús González convocó a una rueda de prensa para informar del acercamiento que tuvieron, en ciudad Altamirano, los cuatro obispos de Guerrero con gente de la delincuencia organizada, sin embargo, el diálogo no prosperó porque ninguno flexibilizó sus posiciones.

Este sábado 17, los obispos difundieron un comunicado sobre “la paz en nuestro estado de Guerrero”:  piden a los gobernantes que superen cualquier actitud de indiferencia ante aquellos que los eligieron para gobernar y eviten ser rebasados por quienes intentan apoderarse del ánimo, de la vida económica y del futuro de nuestros municipios. El descontento social aumenta ante el clima de impunidad y algunos pueblos empiezan a asumir roles que corresponden a las fuerzas del orden.

También hacen referencia a todos aquellos que han hecho del crimen un estilo de vida. Les piden que cesen los abusos en contra de las personas, de las familias, de los pueblos y de las ciudades. Nadie tiene derecho a matar, abusar sexualmente, robar, mentir, esclavizar; mucho menos en convertirlo en un negocio o en un medio de intimidación.

Al final se solidarizan con todos los que sufren las consecuencias de la violencia. A todos los que luchan por la paz, reconocen su compromiso y extienden su bendición a los hombres y mujeres de buena voluntad.

Ante la ausencia de la gobernadora del estado y las renuncias del secretario de seguridad pública y la fiscal general, los sacerdotes y obispos de las cuatro diócesis han tomado la decisión de acercarse a los jefes de la delincuencia organizada que controlan amplios territorios del estado para convocarlos al diálogo y pedirles que cese la violencia, que busquen acuerdos entre ellos mismos y que permitan que los pueblos se organicen para alcanzar una vida cimentada en la convivencia pacífica y en el respeto a los derechos humanos. Es grave la crisis de gobernabilidad que padecemos, es inaceptable la indolencia de las autoridades, la falta de compromiso y de respeto al dolor de las víctimas. Lo indignante son los nulos resultados en materia de seguridad y el fallido combate a la impunidad. En Guerrero, las autoridades no están abocadas a cuidar la vida de quienes nacimos en esta majestuosa serranía.

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