El líder absoluto…

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 Fue en ese último “¡Viva!”

Fue cuando el presidente, de cara a la multitud en el balcón de Palacio Nacional, abrió la garganta como nunca, zarandeó la bandera que tenía en la mano izquierda, la plantó en el suelo y se estremeció de cuerpo entero para gritar, desde lo que parecía ser el fondo de su alma, el tercer “¡Viva… Mé-xi-co!”

Todos lo vimos. Su rostro de hombre enardecido enrojeció, sus labios se tensaron, sus ojos se centraron en la plaza atiborrada y la muchedumbre, rendida, extasiada, también lo reconoció, lo coronó:

En ese instante, Andrés Manuel López Obrador se convirtió en el líder absoluto de este país.

Y esa certeza, la de su liderazgo sin nadie que le haga sombras, tiene dos lecturas.

Una es básica: nadie desde Carlos Salinas de Gortari, su antítesis suprema, concentró tanto poder, nadie concitó tanto apoyo.

Y eso va a permitir al tabasqueño hacer todos los cambios que quiere hacer para este país tan devastado. Cambiará la economía, cambiará la educación, cambiará los rituales y los símbolos, para adentrar a México en una nueva etapa, que su gente define como la del desarrollo con bienestar, desarrollo que habrá de reparar los profundos desequilibrios que nos heredaron 40 años de neoliberalismo.

Eso no suena nada mal.

Como pudo verse en la plaza, en las reacciones posteriores, la figura del presidente fuerte, nacionalista, apasionado por México, ha logrado calar hondo, porque es genuina, y será el principal motor e impulso para este gobierno. La figura del patriarca. La del jerarca. La del líder. Llamémosla como sea. El Presidente López Obrador lo es.

Pero la otra lectura no es tan positiva.

Tiene que ver con autoritarismo y con verticalidad.

Autoritarismo, porque todo gobernante, por honesto, honrado, generoso que sea, al no tener contrapesos se extravía con facilidad. La historia está ahí para recordárnoslo.

Y en México no hay en estos momentos contrapeso alguno. No hay figura emergente en el gobierno, en el gabinete. Y en eso consiste la verticalidad: el presidente tomará todas las decisiones, todas las determinaciones, porque no hay figura de influencia que pueda contradecirlo.

Y tampoco hay oposición política, al menos no una oposición que sea seria, creíble, respetable: perdidos en la incertidumbre, en el no entender lo que está ocurriendo, en los partidos opositores sólo se avistan, si me permite la expresión, individuos extraviados que gritonean, mienten o buscan sobrevivir en la balsa del presupuesto, pero no mucho más.

Y entre la intelectualidad, menos. Están los que vivieron del neoliberalismo todos estos años, pero su descrédito es tan grande, que más que rabia dan tristeza.

Tampoco entre el empresariado, ni en los movimientos obreros, ni en los espacios sociales.

En este momento ningún personaje tiene la dimensión social, política y cultural que tiene el Presidente. Nadie le hace sombra.

Y ese es un problema.

Porque significa que nosotros, la sociedad, debemos encontrar los mecanismos adecuados y novedosos para, por un lado guiar y apoyar las transformaciones, que es el papel que nos corresponde, pero por el otro también impedir que López Obrador se convierta en un fracaso. Que acabe siendo como Salinas, como Zedillo, como Fox, Calderón o Peña Nieto.

Me pregunto, les pregunto: ¿Estamos listos para ser una sociedad madura, que por un lado exija cuentas y por otro se transforme a sí misma y se guíe a un nuevo destino?

¿Estamos listos para no repetir los errores que cometimos durante décadas, en que fuimos indolentes, mansos, sin crítica, sin voz, y dejamos al presidencialismo crecer hasta convertirse en nuestro lastre? ¿Estamos listos para ser distintos?

El 15 de septiembre, cuando López Obrador lanzó el tercer “¡Viva México!” desde Palacio Nacional, todos nos dimos cuenta, sin duda ninguna, que estábamos escuchando la voz  poderosa, potente, del nuevo líder absoluto de este país.

Lo que nos falta escuchar, lo que es urgente oír, es otra voz, igual de poderosa y potente: la voz de la sociedad.

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