Poder y Derechos Humanos

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Michael W. Chamberlin

Rompeviento/2 de febrero de 2021

 

Que México vive una crisis de derechos humanos, medido por el número de víctimas, es un hecho irrefutable y peligrosamente asumido. Lo sabemos desde hace años y lo sigue siendo en la actual administración, lo que nos indica otra cosa: no es suficiente mostrar voluntad por cambiar las cosas, hay que generar las condiciones para que cambien. Es decir, hay que mirar cómo el poder se conforma y quién lo conforma y si este se modifica o no para que la realidad cambie.

Me siento honrado de colaborar en Rompeviento. He dedicado mi vida a la defensa de los derechos humanos, a su estudio, pero también al acompañamiento de víctimas y de sujetos sociales en busca de justicia. En este caminar he entendido que el poder habilita o destruye, que los derechos humanos son posibles sólo en un correcto balance del poder. A eso dedicaré mi reflexión en esta columna.

Existen dos formas de concebir el poder: poder como capacidad (puedo ejercer mi libertad de expresión o mi derecho a la salud) y poder como dominio (puedo someter a otra persona o declarar una guerra). Así como los derechos humanos sirven para habilitar el poder capacitante de los individuos, sujetos de todos esos derechos y libertades, la democracia existe para limitar el poder de dominio, es decir, de quienes utilizan un poder que afecta los derechos de otros. En otras palabras, los derechos humanos son el contenido de la democracia, y la democracia, como su continente o incubadora, permitirá la vigencia y el disfrute de esos derechos dependiendo de su fortaleza. Si en México existe una crisis añeja de derechos humanos es porque existe una crisis en su democracia, es decir, en el control de los poderes.

La democracia no se define solamente por la libertad del voto y la legitimidad que de este resulta para el ganador; la democracia también se define por los resultados que arroja, aunque este aspecto no sea competencia del Instituto Nacional Electoral. De tal modo que para definir un gobierno democrático no es suficiente declararlo ganador de la elección, sino, además, que sea capaz de generar condiciones democráticas para el control del poder y el ejercicio de derechos. Esa es la medida de un gobierno democrático.

Es indudable la legitimidad que alcanzó AMLO con 30 millones de votos en su tercer intento por la presidencia. Todo el mundo entiende este hecho como un clamor por un cambio, pero el cambio no radica sólo en el mando sino en las condiciones para acceder al ejercicio de derechos y libertades, coartadas desde antaño. Se espera que el gobernante en turno tenga una alta moral y buenas intenciones, pero eso es apenas una característica básica para ser gobernante. Para acceder a mejores condiciones en el ejercicio de libertades y derechos hay que cambiar las condiciones del poder que permiten el abuso y la violación derechos humanos.

A más concentración de poder, mayor posibilidad de arbitrariedad y violaciones a derechos humanos. Además de las garantías efectivas para el ejercicio de derechos, la salud de una democracia se mide por los controles efectivos para detener los abusos del poder. En una suerte de control horizontal, la división de poderes entre ejecutivo, legislativo y judicial tiene en su origen la necesidad de generar equilibrios de poder para evitar autoritarismos. Además, de manera relativamente reciente se han creado otros órganos autónomos para evitar abusos y proteger a los ciudadanos de abuso del poder, como son la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y el Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información (INAI) o el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), entre otros, que ayudan a perfeccionar nuestra democracia.

Estos órganos autónomos constituyen garantías para la protección de los derechos de la ciudadanía con el fin de acotar autoritarismos. Debería ser una preocupación perfeccionar su autonomía y su eficacia para potenciar la vida democrática, lo contrario crea las condiciones para la impunidad en la violación a los derechos humanos e incrementa el riesgo de la corrupción.

Es por lo anterior que considero una equivocación que la CNDH esté presidida por una persona afiliada al mismo partido del presidente. El partidismo, por definición, atenta contra la autonomía y la imparcialidad del organismo defensor de los derechos humanos y desde allí se entienden sus omisiones. Es por eso mismo que me resulta contradictorio a su discurso de transformación, que el presidente López Obrador pretenda desaparecer al INAI o al IFT. Estos órganos no están para afectar su gobierno, están para proteger del posible abuso del poder. Un error más grave aún ha sido mantener a la ahora autónoma Fiscalía General de la República en la misma escandalosa ineficacia que su predecesora. La impunidad es la mejor garantía de la arbitrariedad, del abuso de poder y de las violaciones a derechos humanos. No basta la intención de no violar derechos humanos o ser optimista de la “transformación pública del país” si no existen las garantías para la protección de derechos y contra el abuso del poder, como son esos organismos autónomos operando de manera transparente y eficaz.

Más aún, venimos de una tendencia de acumulación de poder en un país que originalmente pretendía distribuirlo en una federación de estados y en miles de municipios “libres y autónomos”, que dejan de serlo ante la centralización fiscal y de la seguridad pública. En una vuelta de tuerca, el actual gobierno ha incrementado la militarización en tamaño (con la creación de la Guardia Nacional), en funciones y presupuesto que deberían ser distribuidas de manera local y a autoridades civiles.

Si el presidente López Obrador fue electo para reducir la desigualdad (“primero los pobres”), entonces su mandato debiera ser, consecuentemente, el de generar las condiciones para un mejor equilibrio del poder y garantías para el ejercicio de derechos; es decir, perfeccionar nuestra débil democracia. No es concentrando el poder como se podrá transformar al país, es dispersándolo en un ejercicio que habilite al ciudadano en el ejercicio de sus derechos.

Por otro lado, muchas funciones del Estado que estaban encaminadas a habilitar el poder como capacidad han venido a menos o han desaparecido. Desde la eliminación de las estancias infantiles al inicio del sexenio, que no sólo ofrecían educación temprana a niñas y niños sino que también creaban una ventana de oportunidad a las madres para fortalecer su autonomía; pasando por la desaparición de los albergues para mujeres violentadas; hasta la desaparición de los fideicomisos que habilitaban el poder creativo de artistas y científicos o la reconstrucción de proyectos de vida de las víctimas (que se siguen acumulando por una guerra que continúa siendo alimentada). Sin duda, han existido malos manejos en estos programas, pero la solución es mejorarlos, no desaparecerlos. La alternativa de dar dinero de manera directa puede ser, en algunos casos, un motor para habilitar capacidades y fortalecer autonomías, pero sin el acompañamiento de políticas claras y explícitas surte el efecto contrario: genera dependencias y con ello el poder de dominio del Estado.

Si hemos de construir un mejor país necesitamos equilibrar la balanza del poder, limitando el poder de dominio y fortaleciendo el poder como capacidad. Esto sólo es posible en una democracia cuya sustancia sean los derechos humanos para todas y todos; una democracia sustantiva. Desafortunadamente, predomina un debate de filias y fobias del gobernante en turno y no el análisis de las decisiones que toma para reducir el temor y la miseria, es decir, para mejorar la democracia. En ese juego los derechos humanos se han vuelto la herramienta de ataque de la oposición y el objeto de rechazo del gobernante en turno. Más allá de simpatías o antipatías, el grado de aprobación de un gobierno debería tener como indicadores el ejercicio de derechos y sus garantías, por un lado, y la calidad de los controles del poder público y privado, por el otro.

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