Los golpistas mexicanos

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El golpe de Estado en Bolivia ha engallado a los golpistas mexicanos. El más ridículo, que no necesariamente el más peligroso, es Gilberto Lozano, quien en días pasados acudió a la 7ª Zona Militar para abiertamente pedir al Ejercito que dé un golpe de Estado en contra de Andrés Manuel López Obrador (https://polemon.mx/gilberto-lozano-quiere-derrocar-a-amlo-pide-al-ejercito-dar-golpe-de-estado). Y si bien este señor Lozano y un pequeño grupo de sus seguidores abiertamente se han manifestado por el derrocamiento de AMLO por vía de las armas, por supuesto que no es el único. Muchos golpistas han comenzado a salir del clóset, no obstante, es de suponer que los de mayor peligro permanecen agazapados en el anonimato. Golpistas que no dan la cara, para eso están los payasos (con perdón para los verdaderos artistas de la risa) como Lozano y no pocos “comunicadores” que, abierta o veladamente, coquetean con la posibilidad de un golpe de Estado en México.

Los afanes golpistas se exacerbaron aún más por el asilo político que México brindó a Evo Morales y a algunos de sus colaboradores. Ante la decisión del gobierno federal, inmediatamente los chillidos de la derecha mexicana en medios y redes sociales se dejaron escuchar: estruendosos, grotescos, enceguecidos por los prejuicios y el fanatismo, desbordados de ignorancia, llenos de miedo y odio. Gritos destemplados que lo mismo chillan por traer a un “comunista” a México, que por “mantenerlo” con “nuestros impuestos”. La estridencia diarreica de la derecha mexicana es la puntual evidencia de que es exactamente igual a la derecha boliviana: racista, clasista, fanática, violenta. Por eso mismo, porque las derechas son las mismas en todo el mundo, los llamados a un golpe de Estado en nuestro país no deben ser tomados a la ligera. Minimizar los aspavientos golpistas puede ser un error de muy graves consecuencias, incluso puede poner en riesgo los aún magros logros de la 4T.

Es un lugar común hablar de la estabilidad del sistema político mexicano que, durante décadas, impidió que los militares estuvieran tentados a arrebatar el poder a los civiles; los gobiernos del PRI y del PAN fueron más que generosos con las cúpulas militares otorgándoles privilegios y canonjías que, en los hechos, se tradujeron en pactos de mutua conveniencia que solidificaron la lealtad de soldados y marinos con la institución presidencial. Sin embargo, y habida cuenta de las evidencias de las últimas semanas, ese pacto podría estarse resquebrajando: el discurso del General Carlos Demetrio Gaytán Ochoa el 22 de octubre durante un desayuno con sus compañeros de armas es la expresión de que una parte de los militares de más alto rango no están de acuerdo con la conducción del país gobernado por AMLO. Las belicosas palabras del general Gaytán no son para encender las alarmas, pero desde luego que tampoco hay que hacer oídos sordos ni minimizar el entusiasmo que generaron en algunos sectores sociales, en particular en la reacción mexicana.

Se podrá argumentar, con justa razón, que entre Bolivia y México hay enormes diferencias y por ende es imposible que ocurra un golpe de Estado. No lo sé, no estoy tan seguro de que las instituciones mexicanas sean lo suficientemente sólidas para contener los afanes golpistas de una derecha que es, en esencia, igual a la boliviana, con el añadido de que la local quizás sea económicamente más poderosa. Además, la vecindad con los Estados Unidos (por antonomasia los organizadores de cientos de desestabilizaciones políticas y golpes de Estado en todo el mundo) nos hace aún más vulnerables. Y si el coctel no fuese suficientemente explosivo, el crimen organizado con su enorme poder de fuego, sus miles de integrantes, sus casi ilimitados recursos económicos y su presencia en prácticamente todo el territorio nacional, representa una variable imposible de soslayar, sobre todo después del “culiacanazo”.

En el escenario nacional tenemos entonces a varios actores que no le hacen muchos ascos a la posibilidad de un golpe de Estado, o a otra forma de asonada política desestabilizadora: grupos empresariales y de derecha insuflados por el golpe de Estado en Bolivia, algunos sectores de la cúpula militar, los gringos y sus muchos intereses en nuestro país, desde luego que también la jerarquía de la iglesia católica, organizaciones gremiales y políticas que están en la orfandad luego de la derrota del PRI y el PAN en las pasadas elecciones (los antorchistas, por ejemplo), decenas o quizás centenares de “comunicadores” ávidos de “chayote”, intelectuales y científicos que han perdido los privilegios obtenidos por su cercanía -cortesana- con el poder, y por supuesto el crimen organizado.

Ahora bien, el golpe de Estado no sería la única posibilidad de una involución democrática. El caso reciente de Brasil es emblemático de un “golpe blando” en el que los militares se mantuvieron en sus cuarteles, expectantes ante la ofensiva judicial, mediática y política de la derecha que al final de cuentas logró su cometido: colocar en la presidencia a uno de los suyos, el neofascista Bolsonaro, para imponer su agenda a todo el país. El golpe blando contra Dilma Rousseff, quien fue sustituida en la presidencia por Michel Temer, y el encarcelamiento durante año y medio de Lula da Silva, son expresiones de la rabia de la derecha brasileña y de su decisión de echar abajo los logros de los gobiernos progresistas, inaceptables para las élites. Lula lo dijo de manera impecable: "Nunca pensé que poner un plato de comida en la mesa de un pobre generaría tanto odio en una elite que tira toneladas de comida en la basura todos los días".

Las élites mexicanas también están infectadas de odio. No soportan que el gobierno de AMLO ponga un plato de comida en la mesa de millones de campesinos, de indígenas, de pobres y excluidos de las ciudades, de viejos y enfermos. Al igual que las élites bolivianas, para quienes es inaceptable que un indio como Evo Morales viva en un departamento con cama, tv y caminadora, las élites mexicanas se retuercen porque un tabasqueño de origen humilde despacha en el Palacio Nacional. No lo aceptan, no pueden con eso, les repele la palabra igualdad y, más aún, que las políticas del presidente AMLO favorezcan a los más pobres. Por ello se relamen ante la posibilidad de un golpe de Estado, del tipo que sea, blando o duro, no importa, lo único que desean es recuperar sus espacios y sus privilegios. El país les tiene totalmente sin cuidado.

En estas circunstancias, la movilización popular es crucial para detener cualquier intentona de desestabilización política, económica, tecnológica (como el hackeo a Pemex), mediática o del tipo que sea. La movilización del 1º de diciembre, en el contexto del primer informe de gobierno de AMLO, es un momento de enorme importancia para la preservación de la estabilidad política de la 4T. Es momento de poner un alto a los golpistas mexicanos.

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