Las rutas de la transformación

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El mandato ciudadano del 1 de julio de 2018 fue muy claro: transformar al país, y quien ofreció al electorado la mejor propuesta en tal sentido fue Andrés Manuel López Obrador y el Movimiento de Regeneración Nacional. Algunos analistas han calificado los más de 30 millones de votos a favor de AMLO como una insurrección electoral que evitó que las estrategias del fraude puesto en marcha triunfaran; si aceptamos tal hipótesis, podemos afirmar que el primer evento de importancia en la transformación del país fue ese precisamente: impedir el fraude. En este sentido, si aceptamos que el 1º de julio de 2018 inició la transformación de México (idea que no es compartida por todas y todos, por cierto), la reflexión sobre los actores del cambio, las alianzas, los tiempos, las estrategias, las formas, las resistencias, etc., se revela como una tarea imprescindible para tratar de comprender la complejidad del país en la coyuntura; no obstante, luego de esta lectura sería sumamente aventurado suponer cuál será el derrotero del cambio, la profundidad de la transformación, quiénes serán los agentes centrales, cómo será el nuevo perfil institucional del país y, sobre todo, cuándo y en qué terminará este proceso. Pensar que la llamada 4T terminará al concluir el sexenio me parece sumamente ingenuo, al menos es lo que se puede colegir de otras transformaciones tanto en México como en otros países. Como igualmente cándido es suponer que, si la transformación del país es realmente profunda, será un proceso terso, sin complicaciones mayores ni conflictos de envergadura.

No hay una ruta para transformar al país, no existe “the one best way” (la mejor forma) para sacar a millones de personas de la pobreza, para instaurar un verdadero y eficaz Estado de Derecho con justicia y paz, para acabar con la depredación ambiental y recuperar los ecosistemas, para construir un sistema educativo de calidad y cobertura máxima, para contar con un gobierno federal austero y eficaz, para establecer un sistema político plenamente democrático y representativo, para participar en la comunidad internacional con plena soberanía y responsabilidad, para tener una economía incluyente y competitiva, para rediseñar las instituciones con arreglo a las necesidades y exigencias del país surgido de la transformación. En fin, la lista de rezagos, pendientes y desafíos es muy larga y a todos ellos se deberá dar respuesta en un proceso de transformación de largo aliento, lo que significa que, en realidad, no hay una ruta para la transformación sino diversos caminos, ritmos diferenciados, pautas aún por descubrir, actores del cambio con identidades e intereses muy disímbolos y hasta encontrados. Asumir que la ruta de la transformación es una y está perfectamente definida con antelación, responde a planes bien estructurados y los agentes de cambio son unos y sólo ellos, quizás sea el mejor camino para el fracaso.

En el escenario actual hay al menos tres sectores sociales con los que la 4T, en sus primeros meses, no ha logrado construir una relación de confianza y mutuo apoyo: i) grupos indígenas y campesinos en defensa de sus territorios, particularmente los posibles afectados por las obras del Tren Maya y el Tren Transístmico; ii) académicos, científicos y artistas, quienes han padecido recortes presupuestales en sus instituciones a la vez que se han sentido menospreciados por las declaraciones presidenciales; iii) periodistas y medios de comunicación que consideran innecesarios y sin fundamento los reproches de AMLO contra le prensa. Obviamente hay más sectores y grupos sociales que se sienten afectados por la transformación del país, como migrantes, funcionarios despedidos de la administración pública y empresarios, entre otros, pero basten los tres antes señalados para dar soporte a la idea central de este texto: no hay una sola ruta para la transformación del país, sino múltiples caminos.

Bajo el riesgo de que la 4T sea una imposición sobre grupos y actores sociales dispuestos a cambiar el país (y, por ende, un proceso esencialmente autoritario), es imprescindible reconstruir la relación con indígenas y campesinos, con académicos, científicos y artistas, y con periodistas y comunicadores, al menos. No se puede generalizar y afirmar que, si no están con la 4T, son conservadores o “fifís”; por supuesto que hay periodistas chayoteros, académicos privilegiados por las burocracias universitarias y campesinos oportunistas, pero no son todos y ni siquiera son la mayoría. Es inimaginable un proceso de transformación del país sin incluir a los grupos indígenas y campesinos en toda su pluralidad y sin el respeto a sus territorios y sus autonomías. Si eso implica cancelar o reorientar proyectos (como los trenes Maya y Transístmico), que se haga, pero lo que no puede haber es imposición de proyectos que vulneran el territorio de miles de personas. Lo mismo sucede con académicos, artistas y científicos: sin ellas y ellos es imposible transitar hacia una economía despetrolizada, con alta capacidad de innovación para la sustentabilidad y la inclusión. Y sin crítica periodística al poder (en todas sus formas y representaciones) no hay cabida a transformación alguna. El esquema de pensamiento “si no estás conmigo, estás contra mí” es propio de totalitarismos que nada tienen que ver con la transformación democrática, y profunda, del país.

Hay otro argumento para suponer, al menos como hipótesis, que no hay una sola ruta hacia la transformación del país: el partido en el poder, Morena. Para decirlo rápidamente: ni todos en Morena son de izquierda, ni toda la izquierda está en Morena, ni todos están por la transformación democrática del país, y sí algunos están reviviendo prácticas partidistas de tiempos no muy lejanos, lo que de suyo invitaría a los militantes del partido a bajarle dos rayitas a la soberbia de pensarse como los únicos agentes de la transformación, más aún cuando hay suficiente evidencia para demostrar su rápido proceso de perredización: tendencia a convertirse en agencia de colocaciones, con un pragmatismo que amarra compromisos con grupos muy conservadores (el PES, para no ir más lejos), con escasa formación política (su Instituto de Formación Política sigue sin funcionar), con cuadros blandengues en su definición ideológica (varios de ellos expulsados, por cierto), con reprobables iniciativas de ley aprobadas en los congresos locales de Tabasco y Baja California (por referir los patéticos casos de la Ley Garrote y la Ley Bonilla), entre otros muy preocupantes rasgos que en nada abonan a la transformación del país.

Si la transformación de México no tiene un solo curso sino varias rutas, es necesario que las fuerzas sociales dispuestas y comprometidas con la construcción de un nuevo país construyan los acuerdos necesarios para avanzar en el corto, el mediano y el largo plazo. Por lo pronto y para iniciar, escuchar con atención y sin denostaciones a los diferentes grupos sociales es una acción necesaria. Imponer una vía para la transformación del país es insistir en el autoritarismo, es regresar al pasado.

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