La salida militar, una vuelta al autoritarismo

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Michael W. Chamberlin

Rompeviento TV a 5 de julio de 2022

 

Mientras que el presidente López Obrador insiste que está atendiendo las causas de la violencia a través de políticas sociales, avanza paralelamente en la militarización de la seguridad. La estrategia, dice, “no va a cambiar”. ¿Cuál es la lógica detrás de esta decisión?

No escapa a la atención del presidente el papel que juegan los grupos del crimen organizado en la violencia. En días pasados al ser cuestionado por la violencia en Chiapas y el Estado de México, afirmó: “Hay lugares en donde predomina una banda fuerte y no hay enfrentamientos entre grupos y por eso no hay homicidios. ¿Se los explico más?”. Esta argumentación devela dos cosas: que los cárteles son tolerables en tanto que no afecten “la tranquilidad”, y por otro lado una posible intención de volver a una política de administración del crimen desde el poder gubernamental, lo que explicaría la apuesta a la militarización de la seguridad.

Ese modelo está probado en México porque fue el modelo autoritario del PRI. No podemos olvidar el poder absoluto del partido de estado en el siglo XX. Reacio a cualquier oposición y crítica, en nombre de la revolución y el progreso, creó un aparato represor cuya columna vertebral fue el Ejército mexicano. A la par de las masacres y las desapariciones forzadas en la época contrainsurgente de la Guerra Sucia, ese mismo aparato represor (al que se sumaron la temida Policía Judicial Federal y la Dirección Federal de Seguridad) se benefició de la política de administración de los cárteles de la droga para mantener “la tranquilidad”. Así surgió la llamada pax-narca que sólo es posible bajo la existencia de un poder absoluto a costa de los derechos y las libertades de la ciudadanía; es decir, a costa de la democracia.

Es plausible que en la transición del régimen en el año 2000 las Fuerzas Armadas hayan resentido, al igual que los cárteles de la droga, la desprotección que significó la incertidumbre de la alternancia en el poder presidencial. Sin reforma a la seguridad puede ser que al igual que el crimen organizado, hayan recuperado mayor autonomía como actores políticos. Es plausible también que al igual que la transición de los cárteles en milicias criminales, las Fuerzas Armadas hayan tenido su propia transformación con el propósito de devenir en una fuerza necesaria que, de otra manera, se habría vuelto accesoria o marginal.

Sostengo la hipótesis de que, si el papel de las fuerzas armadas en el siglo XX fue el sostenimiento del régimen, en el presente siglo se tuvieron que reinventar, al igual que los cárteles. El Ejército mexicano ha utilizado grupos paramilitares de manera impune en otros momentos, como la Brigada Blanca en los 70s o Paz y Justicia o el MIRA en Chiapas en los 90, entre otros. La fuerza letal que hoy ostentan las milicias armadas ilegales fue transferida por las Fuerzas Armadas por medio de cuerpos especiales, incluyendo a los fundadores de los Zetas, por medio de armamento y uniformes en total impunidad, hasta la fecha. Recordemos que fue en esa transición la primera gran deserción de más de 107 mil soldados y marinos durante el sexenio de Vicente Fox, y 55 mil de ellos con Felipe Calderón. Si deliberadamente no se investiga hoy el robo y la venta de uniformes y armas al crimen organizado por parte de marinos y soldados, como aseguró el Secretario de Marina en junio pasado, mucho menos se investigará si existió una intención deliberada de las cúpulas castrenses en alimentar las líneas del crimen organizado.

La evidencia que apunta a esta hipótesis es que las Fuerzas Armadas no sufrieron cambios en la transición del año 2000. Las estructuras militares son las mismas, por eso hasta la fecha se mantiene su opacidad, impunidad y sobre todo la reticencia a transparentar su papel en la Guerra Sucia. Esto ha sido evidente en varios momentos, como en el último informe del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) en el que se señaló la falta de colaboración del Ejército para brindar información de su participación en los hechos que llevaron a la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa; o cuando el Ejército intentó tergiversar el sentido de las órdenes de “abatir delincuentes” en el caso de Tlatlaya y otros que el mismo caso develó, a la par de la destrucción de archivos que probablemente los inculparían por esos eventos; y más recientemente, en el evento del Campo Militar Número 1 del pasado 22 de junio donde se presentó la Comisión de Esclarecimiento Histórico, el Secretario de la Defensa anunció que “el presidente Andrés Manuel López Obrador autorizó inscribir los nombres de militares fallecidos en la Guerra Sucia” en un intento por justificar los actos ilegales del Ejército en esa época.

Las fuerzas armadas continúan tan opacas e impunes como siempre. Sigue siendo necesario y urgente un proceso de justicia transicional que devele los mecanismos de la represión y de la corrupción, y que abra un proceso de reforma hacia leyes, órganos y políticas de seguridad democrática. Sin ésta y particularmente sin mecanismos de rendición de cuentas, las Fuerzas Armadas buscarán regresar a lo que han hecho siempre: aplicar medidas contrainsurgentes de control de territorios y de la población, enfrentar o colaborar con el crimen organizado de manera arbitraria, y ahora, con mayor autonomía política y económica, poner sus condiciones a los civiles y sus instituciones. Por lo pronto, en lugar de fortalecer a la policía civil como corresponde a una democracia, hoy tenemos siete veces más militares en las calles que al final del régimen autoritario del partido de Estado.

Este es el escenario que se viene construyendo y que se afianzará si el presidente insiste en dejar en manos de las Fuerzas Armadas la seguridad pública, formalizando la transferencia de la Guardia Nacional a la esfera militar. Las fuerzas militares no deben hacerse cargo de la seguridad pública porque no es propia de sus funciones ni de su naturaleza, pero es mucho más peligroso para la ciudadanía y la paz social darles tal encargo con la impunidad y la opacidad que las siguen cobijando.

El país enfrenta una disyuntiva muy seria, en la que nos alejamos de la promesa de conseguir la paz en el ejercicio de las libertades, para colocarnos nuevamente en el escenario de un régimen autoritario que imponga “la tranquilidad” de la pax-narca a costa de los derechos y la democracia.

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