La revolución de la diamantina

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La transformación de mayor trascendencia en nuestro país está en marcha: miles de mujeres han salido a las calles para defender su vida. No se trata de una protesta que encuentra “solución” mediante acuerdos con las autoridades correspondientes, ya se sabe: mesas de trabajo, pronunciamientos, elaboración de padrones, compromisos firmados, declaratorias, alertas, rutas críticas, destitución de funcionarios, agendas de trabajo, reformas institucionales, modificaciones legales o cualquier otra “salida” a los conflictos sociales. Ese camino ya se transitó y ha dado muy magros resultados, por ejemplo, la promulgación de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia, la Alerta de Violencia de Género Contra las Mujeres o el Sistema Nacional para Prevenir, Atender, Sancionar y Erradicar la Violencia contra las Mujeres, por mencionar tres grandes referentes. Sin embargo, es evidente que leyes, sistemas, alertas y mecanismos de todo tipo han sido insuficientes para detener el acoso, la violencia y los feminicidios.

Se han escrito decenas, centenas de tesis, artículos y libros analizando el fenómeno de la violencia contra las mujeres en México; han sido trabajos que abordan los diferentes ángulos del problema con perspectivas teóricas y metodológicas diversas. Esos trabajos han sido discutidos en congresos académicos, en foros con organizaciones feministas, en mesas de trabajo con diputados/as, senadores/as gobernadores/as, en debates en medios de comunicación y redes sociales; en fin, el problema está estudiado acuciosamente y diagnosticado con precisión y, con todo, la violencia contra las mujeres no cesa. De haber sido eficaces los diagnósticos, las leyes, los sistemas, los acuerdos y agendas, la violencia en contra de las mujeres habría cesado, o al menos los feminicidios hubiesen ido a la baja, pero no ha sido así.

La violencia en contra de niñas, adolescentes y mujeres de todas las edades, de todos los niveles socioeconómicos, de todos los estratos sociales (si bien las mujeres pobres y jóvenes son las más vulnerables), ha adquirido tintes de una verdadera pandemia. La violencia en contra de las mujeres es mundial, sin duda, pero en México se ha agudizado como en ningún otro lugar, al punto de que en nuestro país los feminicidios alcanzan niveles de escándalo: nueve mujeres son asesinadas diariamente, de acuerdo con datos de la ONU (https://www.excelsior.com.mx/nacional/en-mexico-diario-asesinan-a-9-mujeres-denuncia-la-onu/1280023). En el primer cuatrimestre de este año, 1,199 mujeres fueron asesinadas por uno o más hombres (https://www.infobae.com/america/mexico/2019/05/30/feminicidio-en-cifras-rojas-en-mexico-asesinan-diariamente-a-nueve-mujeres/). En promedio, 51 mujeres al día son agredidas sexualmente. El estado del país donde más feminicidios ocurren es Veracruz, en donde se han decretado dos Alertas de Violencia de Género contra Mujeres. A estas aterradoras cifras se añade que los delitos cometidos contra las mujeres permanecen en la impunidad: de cada 100 feminicidas, menos de 10 son consignados y procesados. En pocas palabras: estamos ante un sistema depredador de mujeres, particularmente de jóvenes, adolescentes y niñas.

Es en este contexto de violencia sistemática contra las mujeres que surge la revolución de la diamantina. Llama la atención que en las protestas predominan las mujeres jóvenes: chicas menores de treinta años, de veinte años, adolescentes inclusive. Es a ellas a las que México les ha fallado, les está fallando, de ahí que estén en todo su derecho de luchar por su vida, por su seguridad, por su felicidad, como ellas lo decidan, como quieran y puedan. Y a quien no le gusten sus “formas”, su “violencia”, mejor guarde silencio, sobre todo, si es usted hombre. Y es a usted amable lector, señor, joven, caballero, a quien dirijo las siguientes líneas.

Ni usted ni yo salimos a la calle con miedo por ser hombres, tememos que nos roben, nos maten o nos secuestren, pero no por ser hombres; no tenemos miedo por vestir como nos dé la gana, por caminar donde queramos o por pasar frente a un grupo de mujeres. Ninguno de nosotros teme ser agredido sexualmente en una calle, en un bar, en la escuela, en la oficina o en nuestra propia casa. No tememos ser violados si nos subimos a un taxi, tampoco tenemos miedo de que una mujer nos agarre las nalgas o el pene en un vagón de metro, ni nos causa desconfianza que nuestra jefa, o una compañera del trabajo, nos pida quedarnos hasta tarde a terminar el trabajo o que salgamos con ella a tomar una copa. Ninguno de nosotros (y si hay uno o varios, son rarísima excepción) hemos sido presionados por nuestra profesora de la prepa o la universidad para salir con ella a cambio de una determinada calificación, o para evitar un posible castigo. No recibimos insultos por nuestra condición de ser hombres, ni piropos, ni ser hombre está asociado a cualidades negativas.

Ellas sí. Todos los días, todos los años; constantemente reciben agresiones de todo tipo: verbales, simbólicas, económicas, laborales, físicas, etc. Por eso la revolución de la diamantina, su revolución, es perfectamente comprensible y absolutamente legítima: las mujeres, jóvenes en su mayoría, están en lucha en defensa de su vida. Su lucha es contra el patriarcado, no contra los hombres.

El orden patriarcal asesina mujeres, pero para lograrlo, requiere convertir a hombres en asesinos; y requiere también que “hombres” que no son asesinos participen de bromas misóginas; “hombres” que devoren con los ojos el cuerpo de ellas; “hombres” que castiguen a su pareja a través del control del dinero; “hombres” que paguen prostitutas víctimas de trata; “hombres” que exijan la cena caliente y la camisa planchada; “hombres” que denigren con la mirada y/o con la palabra, “hombres” que hagan de la violencia sinónimo de valentía y de la estupidez motivo de orgullo. “Hombres”, en fin, que miren para otro lado, levanten los hombros y se hagan cómplices, lejanos si se quiere, del último peldaño de la violencia de género: el asesino de mujeres, el feminicida.

En una revolución en marcha nadie puede quedarse al margen. Nadie puede ser indiferente ante la revolución de la diamantina, por el contrario, es necesario asumir una postura y actuar en consecuencia. Por lo pronto y de manera individual primero y luego en colectivo, cada uno de nosotros, hombres, estamos obligados a reflexionar sobre la forma en que reproducimos el orden patriarcal contra el que luchan miles de mujeres en su maravillosa revolución de la diamantina; debemos hacer conciencia de nuestra participación en el patriarcado no sólo por “ser solidarios” con ellas, sino por nosotros mismos, por re-construir nuestra masculinidad desde otros referentes, por rescatar al hombre secuestrado por el macho.

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