La justicia no se consulta, pero tampoco se aplica, ¿qué hacer?

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En el contexto de la consulta popular pasada, propios y extraños la criticaban argumentando que la justicia es un derecho y por tanto no está sujeto a consulta o, desde otra perspectiva, que si efectivamente hay delitos de los actores políticos, la ley debería ser aplicada sin la necesidad (ni el pretexto) de ser consultada. En el plano del deber ser, esto es correcto, pero lo cierto es que en México la ley no se aplica en materia de justicia y esto acarrea terribles consecuencias que urge sean atendidas y no relegarlas por necesidades “más sentidas” (como los baches), porque el clamor popular por memoria y justicia no fue el suficiente como resultado de la consulta.

La procuración de justicia es un tren que sólo puede subir a cinco o menos pasajeros por cada cien que necesitan el servicio. Sin duda tenemos que contar con trenes que puedan subir a todas las víctimas que demandan ser atendidas, pero también tenemos que atender los problemas que se generan en la sala de espera, como el hacinamiento y la corrupción, y el efecto atrofiante para la movilidad (es decir, la seguridad ciudadana) de toda la sociedad que no tiene otras opciones en esta materia.

Se pensaba que el nuevo sistema de justicia penal, la autonomía constitucional y una nueva ley orgánica de la ahora Fiscalía General de la República (FGR) y sus homólogas en los estados, mejorarían la procuración de justicia. Sin duda, el nuevo sistema ha resultado más expedito en muchos lugares y en diversas materias, pero los índices de impunidad, particularmente en materia penal, siguen estando por encima de 95% y el número de jueces por cada 100 mil habitantes se mantiene como uno de los más bajos del mundo. La justicia es lenta, los delitos prescriben y las víctimas no son resarcidas en sus derechos y muchas veces se ven duramente afectadas en otros derechos, en su patrimonio y su proyecto de vida.

El efecto de esa ineficiencia no es sólo el hacinamiento de casos; el crimen se multiplica exponencialmente, empeorando el escenario, porque la probabilidad de que una persona sea detenida y procesada judicialmente, es mínima. Si el crimen ha llegado al poderío armamentista que tiene y a mostrarlo públicamente sin ningún temor, si ha llegado a amenazar públicamente a periodistas y a someter a autoridades locales, es en gran parte porque goza de impunidad. Tenemos ley, pero si no se aplica la que persevera es la ley del más fuerte; en los hechos no hay estado de derecho.

La crisis de graves violaciones a derechos humanos no es reconocida por el gobierno. Lo más que ofrece  son las cifras de las personas desaparecidas y algunas estadísticas que periódicamente actualiza la Secretaría de Gobernación, y nos horrorizamos de los números que crecen por miles cada año, pero nadie, particularmente la FGR, puede contestar por qué desaparecen las personas o quién las desaparece, o por qué ocurren las masacres más allá de respuestas simples como “ajustes de cuentas” o “disputas territoriales”. Una Comisión de la Verdad podría dar estas explicaciones que hoy no tenemos y con ellas generar políticas de no repetición para enfrentar y reducir, si no es que eliminar, la problemática. Hasta ahora sólo nos dedicamos a contar víctimas.

La FGR no investiga los fenómenos criminales detrás de las graves violaciones a derechos humanos. Las razones formales son porque en el catálogo de delitos vinculados a delincuencia organizada no se encuentran estas violaciones, y los delitos de lesa humanidad, salvo el genocidio, no están considerados en nuestro código penal. Por tanto, considera los casos como actos aislados, dispersa casos complejos en diferentes fiscalías “especializadas” (como las de trata, mujeres, homicidio, secuestro) o declina competencias al ámbito local; en el mejor de los casos, detienen a los autores materiales, los más bajos en la cadena de mando, a los desechables del crimen (muchas veces también víctimas de los grupos criminales), sin poder ofrecer ningún incentivo para denunciar la cadena de mando o señalar el lugar donde se encuentran, en su caso, los desaparecidos.

El consecuencia, ni Javier ni César Duarte, ni Roberto Sandoval ex gobernador de Nayarit o su fiscal Veytia procesado en Estados Unidos, ni el gobernador Cabeza de Vaca, ni García Luna ni mucho menos los ex presidentes han sido acusados o podrán ser acusados de graves violaciones a derechos humanos como ejecuciones, desapariciones o tortura. Todos ellos son acusados de lavado de dinero, enriquecimiento ilícito, evasión de impuestos, corrupción, tráfico de drogas, vínculos con grupos criminales, etc., no obstante, existe evidencia de sobra de su responsabilidad por acción o aquiescencia en la desaparición y ejecución de personas en un contexto de macrocriminalidad que pasa desapercibida para la autoridad.

Por ello, muchos hemos considerado que la actual FGR debería colaborar con un órgano internacional para crear un Mecanismo Internacional contra la Impunidad, similar a la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG), que permita lograr dos objetivos: procesar estos crímenes desde el derecho internacional en su real dimensión de fenómenos generalizados y muy probablemente sistemáticos (es decir, delitos de lesa humanidad), y desmantelar a los grupos criminales que los producen. Sólo de esa manera se puede reparar dignamente a las víctimas y generar condiciones para diseñar medidas de no repetición.

No podemos simplemente decir “que se aplique la ley”, es más complejo. Se necesita voluntad y buena fe para llevar a cabo una reestructura de fondo que repare el sistema de justicia en México de acuerdo con los estándares del derecho internacional. Pero también hay que hacernos cargo de las consecuencias de un sistema enfermo y raquítico, así como de quienes se benefician de este estado de cosas. Para atravesar este pantano necesitamos instaurar un proceso de justicia transicional, ese es el mandato de 6.5 millones de votos (99.7%) en la consulta, y no podemos retrasarlo más sin pagar mayores consecuencias. Se va el país en ello.

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