En memoria de Virgilio Caballero

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Ricardo Bernal

Doctor en Filosofía Moral y Política (UAM-I). Profesor de filosofía social y filosofía de la historia (La Salle)

@FPmagonista

 

En memoria de Virgilio Caballero

 

 

Conocí a Virgilio a finales de 2012 en una plática sobre medios de comunicación en Casa Azul. Unas semanas después nos acompañó en el Cerco a Televisa para hablar, apasionado y lúcido como siempre, sobre los poderes mediáticos y sus perniciosos efectos para la democracia. El movimiento Yo Soy 132 le produjo un entusiasmo que sólo volví a ver en su rostro unos años después. A él, sin embargo, le gustaba escuchar la historia de la ocasión en que nos hicimos amigos. Fue un viernes de octubre. Caminaba por la avenida Álvaro Obregón y encontré a un amigo cenando con él. Me invitaron a acompañarlos, hablamos durante horas. Desde entonces las cenas con él se volvieron habituales. A Virgilio le gustaba esa historia, solía decir que no existen casualidades y que la vida nos había puesto ahí para conocernos y hermanarnos.   

Durante años cenamos en un mismo restaurante, Virgilio decía con cariño que ese era “nuestro lugar”.  No sólo era un increíble comunicador, también era un excelente conversador. Érika y yo pasamos horas escuchando sus anécdotas: su experiencia en el movimiento ferrocarrilero; los atentados contra su vida; sus viajes a Cuba; la vez que conoció a Fidel Castro; su amistad con Manuel Buendía; su entrevista con el sub-comandante Marcos; sus vivencias como director del Canal del Congreso. Aún puedo recordar su rostro nostálgico y, al mismo tiempo, alegre, al rememorar sus años como director de la televisión pública en Oaxaca, cuando tuvo la osadía de poner en la pantalla a los pueblos indígenas hablando sus propias lenguas. Virgilio amaba Oaxaca, sus ojos se iluminaban al rememorar esos años.

Con todo, lo que más nos impactaba de Virgilio era su temple, su convicción, su firmeza. Era cálido, amable, generoso, atento, te podía hacer sentir querido con un simple saludo. Sin embargo, nunca fue ingenuo y siempre tomaba decisiones con inteligencia. Virgilio fue nuestro amigo pero también nuestro jefe. En 2014 nos invitó a colaborar con él en su campaña para diputado federal. Nos reunimos para cenar un viernes en la noche en un restaurante de la Roma. Ahí nos contó que le habían ofrecido una candidatura por parte de MORENA. Todavía recuerdo sus palabras: “Lo pensé mucho, pero sé que estoy en la última etapa de mi vida y quiero que ésta sea una de las últimas cosas que haga”.

 Como jefe fue implacable, certero, exigente y, sobre todo, justo. Un ejemplo de honestidad y profesionalismo. Su trabajo como diputado fue irreprochable. Defendió las causas por las que había luchado durante toda su vida. En minoría y casi de forma solitaria defendió las radios comunitarias y los medios sociales. En tribuna no dudó en levantar la voz contra lo que consideraba injusto y en evidenciar las prácticas que le parecían indefendibles. Su sola presencia imponía un enorme respeto en la Cámara, incluso provocaba admiración por parte de sus adversarios políticos.

Recuerdo un acontecimiento en específico que me hizo admírarlo más de lo que ya lo hacía. Ocurrió a finales de 2017.  Virgilio había perdido su departamento en el sismo del 19 de septiembre de ese año. En la comisión de Radio y Televisión los diputados del Verde Ecologista, del PRI, del PAN e incluso del PRD habían cabildeado una iniciativa que ponía en riesgo a las radios comunitarias. Tenían una mayoría aplastante y habían negociado los votos con antelación. Unos días antes preparamos un posicionamiento muy fuerte contra la Comisión, no escatimamos en críticas y señalamientos. La discusión se llevó a cabo a puerta cerrada. Mientras esperaba la llegada de los demás diputados –Virgilio era la puntualidad en carne viva-, la presidenta de la Comisión le expresó su apoyo por la pérdida de su departamento y poco a poco la amabilidad de los diputados se convirtió en una forma sutil de presión para que no causara problemas y la iniciativa pasara rápidamente. Ahí aprendí que la política está llena de acuerdos tácitos y favores encubiertos bajo una capa de falsa cordialidad. Virgilio los escuchaba, les agradecía su apoyo con calidez y generosidad. Recuerdo haber pensado que en ese contexto se sentiría incomodo con su posicionamiento y lo matizaría.  No fue así, Virgilio fue certero, crítico, mordaz, implacable, ante la visible irritación de la presidenta de la Comisión. No había cámaras en el recinto, la discusión no se había vuelto mediática, no había incentivo alguno para granjearse el rencor de personajes que nadie querría tener como enemigos políticos. Sin embargo, estaba convencido de su lucha, sabía que defendía la posición adecuada, tenía claro que su integridad estaba por encima de cualquier concesión. Al finalizar la sesión me dijo con una sonrisa cómplice: “Viste sus caras”.

 

 Volví a ver en sus ojos la alegría que le causó el movimiento Yo Soy 132 en el Zócalo, durante la toma de posesión de Andrés. No sé muy bien porqué, pero a mí me permitía tratarlo con una camaradería que en cualquier otro caso habría considerado una muestra de irreverencia.  Le dije: “debes estar muy contento Virgilio, tantos años de lucha materializados aquí”. No pudo ocultar las lágrimas. Entendí que para muchas personas de su generación no se trataba de una disputa política cualquiera, sino de su propia vida, una vida dedicada a las luchas democráticas. El rumbo de este gobierno es incierto, pero me alegro de que haya podido ver con sus propios ojos un gobierno de izquierda en México.

 

La última vez que hablé con Virgilio fue el día que acudimos a donar sangre. Me dijo sonriente: “ahora somos hermanos de sangre”. Cuando iba saliendo del cuarto me detuvo: “Ricardo –me dijo con voz semiapagada-, te quiero mucho”. Eso fue lo último que escuche de su boca, mientras hablaba ponía su mano en el corazón, un gesto que solía hacer como muestra de cariño. Nos quedó pendiente una cena, volver a cantar un bolero y darnos un largo abrazo como aquellos que nos regalábamos en momentos especiales. Virgilio nos deja su recuerdo, su legado y la enorme dicha de habernos permitido, a Érika y a mí, ser sus colaboradores, sus alumnos, sus amigos y ahora, también, sus hermanos de sangre.

 

 

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