El Derecho contra el Capital

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Ricardo Bernal*

Maestro y doctorante en filosofía moral y política (UAM-I). Profesor de filosofía social y filosofía de la historia (La Salle)

@FPmagonista

El Derecho contra el Capital

En julio de este año la editorial Contraste, dirigida por el Dr. Jorge Rendón, publicó el libro “El derecho contra el capital. Reflexiones desde la izquierda contemporánea”, que tuve el honor de coordinar junto con el Dr. Gerardo Ambriz Arévalo. El libro de más de 250 páginas cuenta con 10 artículos de autores pertenecientes a distintos países, entre los que destacan los profesores de la Universidad Complutense de Madrid Carlos Fernández Liria y Luis Alegre Zahonero -este último Secretario General de Podemos Madrid-, el profesor Eduardo Álvarez, de la Universidad Autónoma de Madrid, y el filósofo mexicano Enrique González Rojo. [1]

Aunque los puntos de vista que aparecen en el texto son distintos entre sí, responden al espíritu común de pensar una articulación posible entre los instrumentos jurídico-políticos del Estado moderno y las nuevas formas de emancipación que se oponen a la dictadura del capital. En ese sentido, tratamos de tomar distancia de dos posturas que, desde nuestra perspectiva, a pesar de encontrarse en las antípodas, resultan insuficientes para asumir los retos de sociedades modernas y complejas como aquellas en las que hoy vivimos.

Heredera de los presupuestos de una lectura ortodoxa del marxismo, una corriente de pensadores de muy diversa índole ha actualizado la interpretación que presenta al Estado moderno en su conjunto como un instrumento de la burguesía para perpetuar la dominación de clase. De ahí que, para estas corrientes, las luchas de emancipación verdaderamente revolucionarias estarían destinadas a abolir, superar o simplemente ignorar esta instancia violenta e inevitablemente clasista, para fundar, por fin, una organización social asentada en la colaboración mutua y en unos sentimientos solidarios aparentemente consustanciales al ser humano.

Así, la abolición del Estado y sus instituciones “burguesas” o simplemente el aislamiento de las mismas, darían paso al nacimiento de un “hombre nuevo” casi neo-rousseauniano atravesado por impulsos espontáneamente orientados a la virtud o a la acción comunitaria. Esos impulsos contrastarían con el individualismo posesivo que el desarrollo del capitalismo habría incubado en nuestras sociedades e impuesto como un modelo de conducta hegemónico. Alienados por el imperio del interés privado propagado por el capitalismo, los seres humanos se hallarían desvinculados de una especie de naturaleza o identidad comunitaria que habríamos de recuperar con la abolición del Estado burgués y la fundación de comunidades alternativas.

Aunque desarrollada en versiones más o menos sofisticadas, los presupuestos de esta concepción aparecen en pensadores como Holloway, Hardt, Negri, en algunas perspectivas autonomistas y en las alternativas marxistas más ortodoxas. Sea a través de la elucubración teórica de una multitud configurada por acciones esporádicas pero subterráneamente coordinadas y capaces de liberarnos de la dominación del capital mediante la acumulación de un “intelecto general”; sea a través de la apelación a la enigmática noción de un “pueblo pobre y trabajador en resistencia” cuya voluntad -en contra de toda evidencia- es asumida como una entidad uniforme; sea apelando a la virtud originaria y al sentido de comunidad de ciertos pueblos, estas perspectivas son incapaces de asumir que la aceptación generalizada de la libertad individual y la pluralidad de cosmovisiones –características propias de las sociedades modernas- hacen imposible pensar un momento de superación definitiva del conflicto político encarnado en una voluntad totalmente unificada y, por lo mismo, nos obligan a asumir la necesidad de mecanismos institucionales, más allá de todo voluntarismo o toda idealización antropológica, como vías para el procesamiento pacífico de las diferencias.

En el otro extremo, asumiendo la necesidad de garantizar la libertad individual y el pluralismo como horizontes ineluctables de las democracias modernas, el liberalismo apelaría a la creación de instituciones aglutinadas en una entidad estatal con poderes limitados gracias a la existencia de sistemas de pesos y contrapesos más o menos eficientes.

Con todo, aunque la perspectiva liberal parte de una comprensión más realista de las formaciones sociales, es incapaz de asumir hasta sus últimas consecuencias el papel de la institucionalidad en la garantía plena de la libertad que ella misma promete.

Lo que Marx y buena parte de la tradición marxista, incluida la socialdemocracia del siglo XIX y principios del XX, lograron con éxito fue mostrar que las instituciones de las sociedades modernas se encuentran montadas sobre una estructura que perpetúa la desigualdad e incrementa el poder de sectores cada vez más reducidos, al mismo tiempo que se apuntalan las instituciones que prometen libertad e igualdad. Hay, pues, un lugar que le está vedado a los sistemas de pesos y contrapesos y que, sin embargo, resulta determinante para la comprensión de nuestras sociedades.

Así, la promesa de garantizar la libertad de todos los individuos a través de una ingeniería institucional que impida la acumulación absoluta de poder por parte de un sector de la sociedad, estaría obligada a actuar en contra de esa minoría que acumula constantes beneficios obteniendo un poder que, de forma cada vez más frecuente, le permite ser inmune a los propios mecanismos institucionales.

Todavía más, si el liberalismo se presenta como el garante de la libertad individual tendría que hacerse cargo del hecho de que esa libertad es imposible si no se aseguran las condiciones materiales mínimas para evitar que los individuos dependan de una voluntad ajena para subsistir. Sin embargo, la perspectiva liberal no está dispuesta a asumir estas consecuencias. Y no lo está porque continuamente echa mano de un razonamiento falaz según el cual es preciso respetar el derecho de propiedad patrimonial con la misma ferocidad que se defienden los derechos fundamentales. Como si el derecho, exclusivo y excluyente, de una propiedad específica fuera equiparable a los derechos fundamentales de los individuos.

Sea que las posiciones más radicales de la izquierda se nieguen a disputar las instituciones del Estado, sea que quienes están dispuestos a disputarlas se nieguen a hacerse cargo de la necesidad de garantizar la no dependencia material, la izquierda ha caminado en un impasse constante desde hace años. Es frente a las limitaciones de estas dos perspectivas que el libro “El derecho contra el capital” se propone desarrollar una reflexión donde sea posible recuperar la mejor herencia de la tradición marxista al tiempo que se reivindica la importancia de construir un entramado institucional funcional, puesto que, como hemos advertido, en las democracias modernas la pluralidad es incapaz de ser reducida a una voluntad uniforme donde el conflicto fenezca para siempre.

[1] El libro puede conseguirse en las librerías del Fondo de Cultura, del Conaculta o contactando a la editorial Contraste en su página de Facebook. En su versión digital se encuentra disponible por Amazon-

*Ricardo Bernal es maestro y doctorante en filosofía moral y política por la UAM-I, realizó estudios doctorales en Paris VIII Saint Denis. Actualmente es profesor de filosofía social y filosofía de la historia en la Universidad La Salle y co-conductor del programa Jaque Al Rey.  

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