Despreciar al pueblo (I de II)

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Ricardo Bernal

Maestro y doctorante en filosofía moral y política (UAM-I). Profesor de filosofía social y filosofía de la historia (La Salle)

@FPmagonista

Despreciar al pueblo (I de II)

Antes de que las revueltas de febrero tuvieran lugar en la Francia de 1848, el poeta romántico Alphonse de Lamartine acostumbraba expresar su admiración por los trabajadores empobrecidos de los talleres parisinos. De hecho, el autor de Meditaciones poéticas dedicó algunos de sus versos más elogiosos a esos personajes sufrientes que, para él, representaban el futuro de la humanidad. Sin embargo, ese fervor romántico desapareció muy pronto cuando, siendo cabeza del gobierno provisional, tuvo que enfrentarse a la realidad cotidiana de los obreros. En los hechos, esos trabajadores bondadosos y humildes a quienes cantaba en sus versos, se parecían muy poco a las mujeres y los hombres de la calle que, hartos de la injusticia y la pobreza, levantaron las barricadas en las calles de París.

            Así, quien desde la década de 1830 se erigiera como el bardo de los pobres, en 1848 se opuso plenamente a las causas de los trabajadores. Cuando éstos propusieron la creación de un Ministerio de Trabajo gestionado por los propios obreros, el escritor francés expresó su férrea negativa. Cuanto más radicales se volvían las protestas de los trabajadores, más evidente era la posición aristocrática del propio Lamartine. ¿Cómo otorgar el poder a esos seres ignorantes cuyas aficiones rudimentarias no podían compararse con el conocimiento y la cultura de los sectores más cultivados de la Francia decimonónica?, ¿cómo dejar el gobierno en manos de esos seres poco ilustrados sin poner en riesgo la estabilidad misma de la nueva República?

            En realidad, como ha mostrado Jacques Rancière en la Palabra obrera y en La noche del proletariado, los obreros franceses habían producido una cultura propia realmente admirable considerando las condiciones en las que se encontraban. Sin embargo, para Lamartine, las peticiones de estos sujetos no coincidían con la idealización romántica que había hecho de ellos en sus obras y en sus discursos. Del elogio al desprecio había una línea muy frágil que el francés terminó por cruzar estando a la cabeza del Gobierno Provisional.

            Uno podría preguntarse si alguna vez Lamartine sintió admiración por las clases trabajadoras, o si, en realidad, su admiración se dirigía a la imagen romántica que él mismo se hacía de ellas. Una vez desmentida esa imagen, la irrupción de los trabajadores en la política se convirtió en un hecho nefasto que había que desterrar en nombre de la razón y el buen sentido.

            No dejo de recordar este episodio cuando veo que los defensores más radicales del pueblo y sus derechos no paran de descalificar, con irónico paternalismo, a la ciudadanía común y corriente cuando no actúa como ellos la imaginan. Sin embargo, esto no sólo resulta anecdótico sino verdaderamente preocupante en el contexto político en el que nos encontramos.

El momento que hoy vivimos a nivel global -y del que México, por supuesto, no escapa-, es un momento extraordinario donde la mesa para la reaparición del pueblo[1] en el escenario político está más que servida. Al menos en Occidente esta circunstancia es una verdadera novedad. No es exagerado afirmar que, después de la Segunda Guerra Mundial, con razones enteramente fundadas, el problema para los teóricos de la democracia liberal consistió en la construcción de mecanismos destinados a garantizar los derechos de la ciudadanía sin que ello dependiera de la irrupción del pueblo en la escena política. Aunque, hasta los años 70s, esta perspectiva funcionó de manera exitosa en Europa -no así en el resto del mundo-, el ascenso del proyecto económico neoliberal trastocó hondamente la situación.

            De hecho, con independencia de que normativamente se pueda distinguir entre los fundamentos de las democracias liberales y el neoliberalismo económico, la experiencia histórica muestra que justamente fueron las democracias liberales las que permitieron el triunfo de las medidas neoliberales. Y es que, en los hechos, decisiones literalmente antipopulares como las privatizaciones, el desmantelamiento del sector público y la aceptación de reformas laborales perniciosas para la clase trabajadora, fueron aprobadas sin el consentimiento de la población afirmando que, a pesar de ello, eran legítimas en el marco de un sistema democrático representativo.  

Mientras en las décadas inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial el repliegue del pueblo y el ascenso de la democracia entendida en términos procedimentales podía presentarse como una necesidad racional ante la barbarie provocada por esos experimentos populistas encarnados en el fascismo y el nacional socialismo, en el siglo XXI, en cambio, la ausencia del pueblo en esos andamiajes formalmente racionales pero, en la práctica, secuestrados por las élites, es lo que, para buena parte de las personas, explica el empobrecimiento y la desigualdad que hoy aquejan a las grandes mayorías.

Precisamente es por ello que formulaciones aparentemente reduccionistas como “la casta”, el “uno por ciento” o la “mafia del poder” tienen sentido para gran parte de la población. Lo que le cuesta trabajo entender a los intelectuales formados en las coordenadas del liberalismo político de posguerra, es que ellas no funcionan como explicaciones sociológicas de la realidad, sino como significantes accesibles a la gente corriente que hacen visible y decible convicciones y sentimientos arraigados en la población.

Estas formulaciones, así como lo que desde la academia Laclau ha llamado populismo, no es el reflejo de una pobreza de pensamiento incapaz de analizar la complejidad de la realidad en su justa dimensión. Es una forma de dar sentido y representación a aquello que ni siquiera la explicación más compleja y acabada de la realidad podría totalizar en un sistema de ideas coherente. Por lo mismo, no nos libraremos de estas formulaciones apelando a la creación de un programa lo suficientemente complejo y racional que terminaría por evidenciar las limitaciones de quienes se sienten identificados con ellas.

Quienes desean regresar a las cómodas coordenadas que les permiten distinguir entre la racionalidad de procedimientos democráticos formales y la barbarie de los aduladores de las masas; quienes desean reavivar la disputa -por otro lado inventada por el liberalismo académico del siglo XX- entre el sistema de pesos y contrapesos (dígase check and balance frunciendo la boca para parecer más intelectual) y la democracia por aclamación popular; quienes se enorgullecen de no ser condescendientes con eso que Tocqueville llamaba “la tiranía de las mayorías” porque hablan desde la neutralidad de la argumentación seria y circunspecta, en realidad pueden tener toda la razón en sus juicios, pero en la batalla política están destinados a una anacrónica y pírrica victoria.

Quizá sin saberlo asumen que el tablero político se encuentra en unas coordenadas que tenían mucho sentido hace 40 años, pero que ahora sirven bastante poco para comprender el orden político.      

Una de las principales críticas que Hegel hacía a Kant consistía en señalar que resultaba muy fácil tener razón en un mundo racionalmente imaginado; en el mundo real la irrupción de la razón es un proceso complejo y siempre contradictorio. Pues bien, el resurgimiento del pueblo en nuestras circunstancias políticas es una realidad llena de contradicciones pero irrebatible, y la peor estrategia ante ello es actuar como si, a fuerza de escupir argumentos a la cara, el sentir de una ciudadanía lastimada pudiera virar hacia alternativas que creemos más racionales.

En cualquier caso, que nos enfrentemos a la rearticulación de lo popular como respuesta a las tremendas injusticias provocadas en el periodo de su ausencia, poco tiene que ver con la legitimidad de sus reivindicaciones. La emergencia del pueblo puede identificarse con un proyecto xenófobo y excluyente, como en el caso de Trump o Le Penn, o con un proyecto incluyente que defienda la justicia social y los derechos humanos, como ocurre con Podemos en España o con Bernie Sanders en Estados Unidos. Sin duda, el reto de la izquierda es hacer que el momento de la emergencia popular sea capaz de hallar en la legitimidad de nuestras demandas una alternativa que solucione sus problemas.

Se trata, pues, de construir una alternativa popular mediante un proyecto progresista en el que la reivindicación de los derechos humanos conviva con una crítica al modelo económico dominante y con una propuesta de organización realista acorde a las condiciones de la geopolítica global.

En México esa alternativa aún no existe, pero la peor forma de construirla es despreciando los populismos apelando a la circunspección de programas concebidos como racionalmente superiores o calificando como mesiánicas, desde conciliábulos minoritarios donde todos nos damos palmaditas en la espalda, alternativas que han conectado con la gente.

Hoy, el verdadero reto de un proyecto progresista de izquierda no consiste en imaginar lo imposible sino en hacer lo posible con los ingredientes que tenemos. A la postergación infinita de un futuro que advendrá cuando un pueblo imaginario tome consciencia, hay que responder junto con Keynes: en el largo plazo todos estaremos muertos. Lo que no hagamos ahora con las herramientas que tenemos no lo hará la historia, ni lo fraguará en sus entrañas la posteridad.

[1] Desde luego, desde el sentido que le da Laclau y no apelando a un realidad sustancial anterior a su constitución discursiva.

 

Atrás Periodistas de a Pie - Enseñanzas de Colombia para México - 01/11/2016
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