Desaparición, esa palabra domesticada

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Michael W. Chamberlin

Rompeviento.TV a 2 de noviembre de 2021

 

Nombrar es el primer acto del ser humano para dar sentido al mundo, delimitarlo y darle un significado. En ese intento, también fragmenta al mundo en su complejidad, despoja la experiencia que se tiene de él y deja que la palabra tome el lugar de las cosas. Sin embargo, hay momentos en que la palabra no alcanza, como en los crímenes atroces, hay sufrimientos que son indecibles; no obstante, se les clasifica, se les tipifica, se les describe y en cada intento se excluyen infinitas experiencias de quien las vive. Es el caso de lo que llamamos “desaparición”, la palabra oculta más de lo que explica.

La Convención Internacional Contra la Desaparición Forzada define la desaparición como “el arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación de libertad (…) seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocultamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayéndola a la protección de la ley…”. Sin embargo, en el mundo físico nada ni nadie desaparece, la persona desaparecida sabe dónde está, está oculta o más bien la ocultamos para los demás. La desaparición no existe, pero al llamarlos desaparecidos intentamos esbozar algo a falta de una mejor palabra o para no pensar más y tranquilizar la conciencia.

Para sus seres queridos, la palabra desaparición no dice nada sobre la suerte o paradero de la persona, mucho menos describe la experiencia dolorosa de la incertidumbre. La experiencia de las personas cercanas se ha descrito como tortura permanente, otro término que tampoco alcanza a explicar. Desaparición es la no-palabra porque no da sentido ni significado, dice que no puede decir, que no sabe. Sin embargo, al darle un nombre, así sea imposible, se domestica y oculta la verdad para no verla.

Esa ha sido la insistencia de los colectivos de víctimas y de muchas organizaciones de la sociedad civil, quienes han dado contenido e historia a la palabra para develar lo que esconde. Recordemos que en 2012 el Washington Post reveló una lista oculta de la PGR con más de 25 mil personas desaparecidas en el sexenio de Calderón, cuando apenas un año antes, en la visita a México del Grupo de Trabajo de Naciones Unidas sobre las Desapariciones Forzadas o Involuntarias, se especulaban 3 mil. No pasó mucho tiempo para que el entonces Secretario de Gobernación, Osorio Chong, afirmara que el número se había reducido a 8 mil. ¿Por qué?, ¿acaso aparecieron, cómo aparecieron?, ¿cuál es la verdadera dimensión?, ¿qué es lo que está detrás de esas desapariciones? Ante la confusión de los números, los colectivos de víctimas señalaron: “la pregunta no es cuántos son, sino dónde están”.

La Secretaría de Relaciones Exteriores, por su lado, no dejaba de insistir en los foros internacionales en que eran personas “no localizadas”, personas extraviadas. Después del informe periódico de México rendido ante el Comité de Desapariciones de la ONU en 2015, señaló que “la desaparición de personas es el desafío más grande”, pero que “no existe una política de Estado para desaparecer personas”, sino que “un gran número de ellas son cometidas por las bandas del crimen organizado, que están en conflicto”, es decir: no hay explicación.

La desaparición oculta realidades que no queremos ver. Si la desaparición es el ocultamiento de una persona y de lo que le pasó, lo lógico en un Estado de Derecho sería localizar a las personas desaparecidas para saber su paradero o su suerte, e impedir que los responsables sigan desapareciendo a más personas. Ambas tareas les corresponden principalmente a las fiscalías. Se crean leyes e instituciones, pero en más de 10 años no se logra ninguno de los dos objetivos. Por el contrario, las fiscalías sistemáticamente se sacuden esa responsabilidad argumentando, como el Fiscal Gertz Manero, que ser parte del sistema de búsqueda atenta contra su autonomía, o como en Coahuila hace un unos días, donde el tribunal superior adujo duplicidad de funciones con las comisiones de búsqueda (además de prohibir la participación de víctimas y de sociedad civil en la materia). No cabe duda de que la falta de resultados de las fiscalías para localizar y detener a quienes “desaparecen”, coadyuva en el ocultamiento. Hay una responsabilidad por no develar los entretelones de la desaparición y no detenerla, esa sí ha sido una política de Estado.

Las comisiones de búsqueda no tienen facultades de investigación, y en relación con su mejor atributo legal, que es hacer análisis de contexto para hacer búsqueda por patrones, hasta ahora no se les conoce ningún informe al respecto. La política actual se limita a contar fosas clandestinas y cuerpos sin identificar en los servicios forenses del país (39 mil cuerpos, dice el Comité de la Cruz Roja Internacional, 52 mil señalan los colectivos), que, salvo excepciones, dependen de las mismas fiscalías, sin recursos, ni instrumentos, ni diagnósticos para atender la sobredemanda. El Subsecretario de Derechos Humanos, Alejandro Encinas ha dicho que “miles de personas que están reportadas como desaparecidas o no localizadas pudieran encontrarse en los servicios médicos forenses o en las fosas comunes”. Pero, ¿cuándo y cómo llegaron allí?, ¿de qué murieron?, ¿por qué murieron?, y los demás, ¿dónde están?, ¿por qué siguen desapareciendo (más de 24 mil en este sexenio)? No se buscan explicaciones, parece que no se pretende tener ninguna. La política, en el mejor de los casos, es identificarlos esperando cotejos positivos con la lista de las personas desaparecidas.

Hagámonos cargo. Convivimos mejor con la palabra “desaparición”, es más cómodo para los perpetradores y para las autoridades que reconocer que vivimos en una crisis de homicidios, feminicidios, masacres, torturas, explotación sexual, reclutamiento forzado, trabajo esclavo, por más de una década. Detrás de esta palabra se esconden cárteles, grupos mafiosos, empresas con fachadas blancas y autoridades, que hacen negocio de la violencia generalizada y en muchos casos sistemática, que sigue y, al parecer, seguirá. La palabra “desaparición” ya está domesticada. En su indeterminación, podemos voltear a otro lado, mantener el negocio de la violencia, no pensar y pretender que eso es problema de otros, hasta que nos suceda a nosotros.

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