Democracia y militarización

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Michael W. Chamberlin

RompevientoTV 30 de marzo de 2021

Desde que México dejó de tener presidentes militares en 1946, con Miguel Alemán, el Ejército mexicano no tenía el protagonismo que tiene hoy en la vida pública nacional. Esta tendencia tiene riesgos enormes para la democracia.

Es cierto que la democracia en nuestro continente hace tiempo que sufre de mala fama. No es para menos, si uno mira las cifras de violencia y desigualdad en la que vivimos. América Latina es la región con más regímenes democráticos, pero al mismo tiempo la región más desigual del mundo según la CEPAL y la más represiva y violenta según Amnistía Internacional.

En el caso mexicano sufrimos una escalada de violencia en plena democracia partidaria. En el régimen del partido de Estado no hubo una tasa tan alta de homicidios por cada 100 mil habitantes desde 1958 (con 33.2) al inicio del periodo del “desarrollo estabilizador”, que se caracterizó por la represión al magisterio, los ferrocarrileros y campesinos. En 2018, esa tasa llegó a 28.7 homicidios por cada 100 mil habitantes.

La democracia ha sido insuficiente en el continente y México no se escapa de ello. La larga lucha ciudadana por la democracia logró que el régimen de partido de Estado mudara finalmente en el año 2000 a un régimen de alternancia en el poder, pero la falta de controles y mecanismos de rendición de cuentas lo único que ha provocado es la profundización de la corrupción y la disputa por el control de negocios criminales en los diversos territorios del país. Un buen libro de investigación académica al respecto es “Votes, Drugs, and Violence”, del que se puede ver una buena reseña en español por sus autores Sandra Ley y Guillermo Trejo en la página de youtube del Programa de Seguridad Ciudadana de la Universidad Iberoamericana.

La promesa de una democracia que generara una mejor distribución del poder, una competencia electoral que derivaría en el gobierno de las y los mejores, no llegó. A pesar de la creación de los órganos autónomos de control, como el INE y el INAI, hoy amenazados, los partidos generaron un sistema de disputa de poder como si este fuese un derecho y un patrimonio propio, y no de las y los ciudadanos. Con mecanismos de control débiles, la democracia sucumbe a la impunidad y la corrupción. No extraña entonces que el 40% de los ciudadanos aceptaría un gobierno militar de acuerdo con la encuesta de cultura cívica del INEGI. Este dato es escalofriante si uno piensa en las consecuencias de los regímenes militares que hemos tenido en el siglo XX en nuestro continente.

Lo que tenemos en México es una función pública corrompida en todos los niveles y una gran desconfianza en el poder civil, que ha servido como excusa para llamar a los militares a ocupar responsabilidades de carácter netamente civil, contrariando la Constitución en su artículo 129: En tiempo de paz ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar…”. Hay una razón para este artículo constitucional y es que en una república democrática el poder es civil y las fuerzas armadas, donde existen, están sujetas a su control y para realizar sólo las actividades que les son propias para evitar invadir las esferas civiles. Si cobijamos el principio acuñado por Abraham Lincoln en la lucha por la libertad, “un gobierno del pueblo, para el pueblo y por el pueblo” no es militar.

No obstante, a lo largo de la historia reciente se ha involucrado a las fuerzas armadas en funciones de seguridad pública (en una desafortunada confusión con la seguridad nacional), y de manera más reciente aún, se le han delegado más responsabilidades (al menos 27) que son de la esfera civil, desde la contención migratoria a la distribución de la vacuna contra el COVID19; de la construcción de aeropuertos, instalaciones, refinerías y vías férreas, al transporte de gasolina, entre muchas otras. El Ejército recibió un aumento presupuestal de casi 39 por ciento, el cuarto más alto después de Salud, Educación, Bienestar, que contrasta con la reducción del presupuesto a instituciones públicas bajo la supervisión de civiles de hasta 75 % de su gasto regular y la eliminación de los fideicomisos de atención a víctimas, periodistas y personas defensoras en riesgo, promoción cultural y científica, etc., bajo un argumento de austeridad.

Pero no es sólo el relevo de los civiles, es más preocupante dotar de autonomía económica al Ejército mexicano, haciéndolo beneficiario de negocios como el Aeropuerto Internacional de Santa Lucía o el Tren Maya como patrimonio propio. Si resulta inconcebible para cualquier órgano de gobierno que tenga negocios como patrimonio propio, ya sea para operar o para lucrar, en lugar de obtener recursos a partir de la asignación presupuestal del congreso y el control de la Secretaría de Hacienda (imaginemos que la Secretaría de Educación adquiera gasolineras para operar las escuelas o la de Salud para comprar vacunas, por fuera del presupuesto), con mucha más razón resulta incomprensible e inédito que las fuerzas armadas lo hagan, pues atenta contra el control civil que siempre debe existir sobre estas y abre la puerta a la confrontación y disputa de poder entre civiles y militares. En ninguna democracia moderna se ha visto algo similar, pero sí recuerda a un esquema similar en el régimen militar de Pinochet en Chile, que Raúl Zibechi nos describe en este artículo en La Jornada.

En el balance conjunto de las decisiones sobre las fuerzas armadas, parece que estamos ante una renuncia a la institucionalidad civil y a una apuesta por la militarización del Estado. Es comprensible que exista desconfianza entre civiles por las redes de corrupción que han construido, pero acudir a las fuerzas armadas puede acarrear nuevos escenarios de conflictividad y represión, quizá no en este sexenio, pero en el largo plazo. Ante la falta de legalidad y transparencia, la respuesta es más democracia, no menos, donde se distribuya horizontalmente el poder más allá de los partidos, haya contrapesos, sanciones y una verdadera rendición de cuentas, y prevalezca un gobierno de civiles. Solamente en un régimen democrático es posible vivir en libertad, alejados del temor y la miseria.

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