Crimen organizado y poder político. De la reforma electoral a la transición democrática que nos falta

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Michael W. Chamberlin

Rompeviento TV a 17 de mayo de 2022

 

Escuché hace poco en un programa de análisis en la radio definir a la democracia como “la disputa por el poder”. Me pareció una definición más cercana a la guerra. Me llamó la atención porque creo que resume lo que muchos politólogos piensan sobre la democracia: la manera de hacerse del poder convenciendo al voto ciudadano. Pienso que la democracia es mucho más que eso: la democracia tiene como principio distribuir el poder a modo de hacerlo lo más horizontal posible; esto se logra con un andamiaje institucional que reduce las desigualdades, promueve la inclusión y amplía las libertades. Es por ello que la casa de los derechos humanos es la democracia.

El presidente López Obrador anunció hace unas semanas una propuesta de reforma electoral para buscar “una democracia plena”. Afirmó que “se simuló durante mucho tiempo que eran los partidos los que manejaban la situación política y la política económica”, cuando en realidad “los partidos eran instrumentos de los grupos de intereses creados…”. Me temo que se quedó corto en su diagnóstico y más aún en su propuesta de reforma.

La idea de reducir la democracia a las votaciones junto con el libre comercio, forman la mancuerna del pensamiento político neoliberal. En el fondo todo lo regula el mercado, ya sea el de los bienes o el de los votos. Esta reducción de la democracia es una idea de un economista de inicios del Siglo XX, Joseph Schumpeter, que suele ser muy popular y conveniente para los políticos. México, sin embargo, es quizá el mejor ejemplo de cómo en esa democracia se pueden crear las más grandes desigualdades y las más terribles violencias.

Cuando el presidente se refiere a los partidos como instrumentos de los intereses creados en realidad no puede hablar en pasado. En el ámbito local es un hecho conocido y notorio (particularmente para las víctimas de desaparición y sus familiares, de masacres y feminicidios, estudiantes, migrantes y periodistas que han sido amenazados y desplazados de sus lugares de origen), que hay colusión entre el poder político y el poder criminal, desde el nivel municipal hacia arriba. De hecho, no se podría entender la criminalidad en el país sin la protección de autoridades de los distintos niveles del Estado mexicano.

Esa violencia, señalan documentadamente Guillermo Trejo y Sandra Ley en su libro Votos, Drogas y Violencia, hunde sus raíces en la fallida transición a la democracia del 2000. Al concentrarse los partidos en una reforma electoral que permitiera la alternancia por medio de controles ciudadanos como el IFE y luego el INE --es decir, disputarse el poder-- olvidaron lo más importante: transformar las instituciones, particularmente las de seguridad, para así eliminar la corrupción estructural que es consustancial al poder único del Estado priista; la llamada pax narca. Las estructuras de persecución política: el Ejército mexicano, la Dirección Federal de Seguridad y la Policía Judicial, que controlaban a su vez las estructuras criminales de los cárteles, trascendieron el fin del régimen de partido único. Habrá que recordar los actores de aquella época como Miguel Nazar Haro y el capitán Luis de la Barreda, entre otros muchos; pero los íconos que nos señalan cómo ese viejo régimen de poder absoluto y corrupción sigue presente son Alejandro Gertz Manero y Manuel Barttlet; Genaro García Luna y Luis Cárdenas Palomino son prueba de que no hubo transición democrática, sino continuidad y evolución criminal.

En el México post revolucionario la democracia estaba mediada por el PRI; los votos no eran más que un requisito legitimador de una decisión tomada con antelación. El partido de Estado acumulaba un poder total que controlaba el gobierno, las elecciones, la prensa, la sociedad civil y hasta el crimen organizado. Los grupos criminales que gozaban de la protección del PRI-Gobierno, no necesitaban defenderse por sí mismos, pero al perder la protección que les daba la seguridad de la continuidad de un poder único, se tuvieron que armar para imponer sus condiciones y proteger sus territorios; para intimidar, negociar o coludirse con los partidos volviéndose, ahora sí, en actores políticos de facto.

En la era de la transición, el crimen organizado determina por medio de la violencia de qué forma se distribuye el poder político. Trejo y Ley señalan en el citado libro cómo ya desde 2012 “un tercio de la población vivía en municipios en los que los funcionarios de gobierno y los candidatos electorales habían sido víctimas de ataques criminales letales y en los que los Grupos del Crimen Organizado pugnaban por establecer regímenes subnacionales de gobernanza criminal.” (pág. 27). Por ello se entiende que los policías locales estuvieran al servicio del crimen y no de la población. Dadas estas condiciones, toca preguntar ¿a quién responden los políticos en el poder en esos territorios?, ¿quién realmente gobierna a ese tercio de la población? Cuando el Comando Norte de los Estados Unidos señala que el 35% del territorio del país está bajo el control del narco está describiendo una situación que solamente puede darse en connivencia con los partidos, municipios y estados que éstos gobiernan. Esto también es disputa de poder, ya vemos hasta dónde llega y podemos darnos una idea de por dónde seguirá, aunque continuemos llamándolo democracia.

Los partidos no pueden ignorar las condiciones que, por las buenas o por las malas, les impone el crimen organizado; particularmente en los niveles municipales y estatales. Como muchos otros mexicanos y migrantes que pasan por el territorio, sus militantes y candidatos son también presa de su extorsión. En las elecciones de 2018 se registraron 774 agresiones contra políticos y 150 de ellos fueron asesinados. En las elecciones de 2021 asesinaron a 102 políticos y se registraron 1,066 agresiones. Aunque no dudo que muchos se benefician de este estado de cosas, los partidos políticos son actores fundamentales para cambiar la situación generando espacios de acuerdo, pero no para una reforma electoral sino para la reforma del Estado. Reconozco que las condiciones políticas actuales son difíciles, pero entonces corresponde a la ciudadanía empujar el proceso, o seguiremos contando víctimas.

En el año 2000 se perdió la oportunidad de una verdadera transición que transformara estructuralmente las instituciones con el fin de ampliar la democracia distribuyendo el poder, haciendo del ciudadano
(y no de los partidos) el centro de las decisiones, para reducir las desigualdades y ampliar las libertades. Este es hoy el horizonte para la democracia y para la paz.

Los partidos políticos, incluido el del Presidente, tienen dos opciones: volver al esquema de la pax narca en la que un solo poder absoluto controla todo en detrimento de las libertades— que para lograrlo basta una reforma electoral. O, impulsar una transición a la democracia que reconozca las estructuras criminales actuales y del pasado para hacer justicia, honrar a las víctimas y garantizar medidas legislativas y de política pública contra la impunidad, la opacidad, la concentración de poder y la corrupción; esto es: llevar a cabo un proceso de justicia transicional que abra paso a una transición a la democracia que aún nos falta.

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