El Huerto (9-Julio-2015)

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Por Víctor García Zapata

Director de la Fundación para la Democracia.

@victorgzapata

 

Austeridades

La austeridad, tan debatida desde hace varios años en Europa y puesta como nunca en cuestión por el pueblo griego el domingo pasado, tiene múltiples rostros, traducciones y aterrizajes. En México y en América Latina se ha presentado ya tal cual, ya sea como en Europa, en forma de medidas impuestas a un país en crisis, por parte de algún organismo internacional, o en formas menos extremas, como parte de lógicas inmediatistas de gobiernos incluso progresistas.

La austeridad no es otra cosa sino el debilitamiento del Estado, no a favor de las clases populares o de la redistribución del poder, sino de organismos internacionales favorecedores de las potencias económicas por pragmatismo y del mercado por convicción.

En su cruda representación europea, implica una reestructuración para los países pobres de tal manera que constituyan el espacio privilegiado para la ampliación del mercado. Para ello se les obliga a reconfigurarse como nación y se les emplaza, incluso, a inhibir el gasto social. Así, a Grecia, Portugal, Italia e Irlanda se les ha demandado la restructuración de territorios mediante la fusión municipal y regional (Portugal, por ejemplo, pasó de casi 3,000 a 1,200 municipios), así como la implementación de reformas constitucionales para que el pago de la deuda sea considerado como gasto preferente.

En toda esta cuestión, la ortodoxia opera del lado de quienes a toda costa, sin reparar en condiciones nacionales, en tradiciones de los pueblos, en decisiones de gobiernos electos o, ni siquiera, en variables económicas que demuestren mayor crecimiento y mejor distribución de la riqueza, pretenden imponer un modelo integral de concebir los modos de vida y las relaciones en su ejercicio, determinados por un mercado sin regulación.

En América Latina ha habido casos similares, como la implantación de las 10 medidas establecidas en el Consenso de Washington que, con el beneplácito de los gobiernos de entonces, privatizaron banca, vendieron compañías estratégicas, corrompieron la propiedad de la tierra y aprobaron regímenes fiscales de excepción para los grandes capitales. Contra todo esto han luchado los pueblos, muchos de los cuales, mediante grandes movimientos sociales y representación político electoral, dieron el poder a gobiernos más o menos progresistas.

Pero hay otras formas de austeridad que también apuntan al debilitamiento del Estado y que disminuyen su capacidad de redistribución y regulación de la vida económica. No son pocos los casos de gobiernos progresistas en el continente que han reducido impuestos a la clase media, han trastocado la estructura estatal y han optado por transferencias de fondos para fortalecer la capacidad de consumo de la base de la pirámide que se les considera asistenciales por estar desvinculadas de la política económica y el régimen fiscal, por no apuntar a la modificación estructural de las condiciones de vida y por, en realidad, estar diseñadas para el aumento de las ganancias de grandes empresas en tiempos de crisis.

Dichas medidas le hacen el juego a la lógica de austeridad, disminuyen capacidades de reacción del Estado frente a la demandas ciudadanas y, al fin y al cabo, abren la puerta a la intervención como actor determinante del mercado en la vida cotidiana y las áreas estratégicas de los países.

Dar becas a estudiantes sin impulsar medidas que amplíen el derecho a la educación es propio de la filantropía pero no de la lucha anti–austeridad. Reducir sueldos de funcionarios medios puede ser útil en el marco de una renovación de la ética pública mediante el control y la transparencia, pero no como mecanismo de ahorro para, sin modificar la política económica, adquirir fondos para la asistencia social. Desprenderse de la recuperación del espacio público para entregarlo a los agentes del mercado sin regulación, tampoco es anti–austeridad. Quitar el impuesto a la tenencia, por ejemplo, reduce los ingresos que el gobierno debiera recibir tanto para fortalecer su gasto social como para actualizar la infraestructura urbana.

En fin. En un marco de corrupción y desprestigio de la mayoría de la clase política, de gastos superfluos de muchos de los gobiernos, y de intensas y permanentes disputas político–electorales, es normal que muchos gobiernos recurran a medidas que los hacen ver como eficientes o austeros pero que en realidad están mermando su capacidad de acción y abriendo paso al mercado. Analizar las acciones de un gobierno teniendo clara la disyuntiva entre lo que fortalece al Estado en sus funciones democráticas y redistributivas es tarea de los ciudadanos a la hora de determinar lo que se apoya.

Es urgente combatir, en lo doméstico y con la solidaridad internacional, la austeridad que trastoca soberanías y reconfigura naciones, que somete a los pueblos. Es urgente, también, disminuir las capacidades represivas de los Estados y apoyar los esfuerzos populares de auto-organización para la vida. Pero también es importante fortalecer al Estado en sus capacidades de hacer frente, con políticas de fondo, a los intereses imperialistas, coloniales y mercantilizantes que en cada contexto se muestran de manera distinta.

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